LIBRERÍAS DE VIEJO
Bruno Marcos
Hay algo ruin, algo desagradable en las librerías de viejo. Recuerdo una que había aquí, apenas 10 metros cuadrados en forma de ángulo obtuso, la llamaban la judía y la mujer que la habitaba parecía una indigente –seguramente lo era- metida entre una escombrera de libros destartalados. Me la enseñó V., como la Biblioteca Pública, él transitaba por la ciudad con una curiosidad mucho más cosmopolita que la mía a pesar de sus muchas dioptrías. La judía, sucia, con harapos y mal encarada, trabajaba, sobre todo, el libro de texto. A mediados de los ochenta, en España, todavía se hacía eso. Creo recordar que incluso, en una ocasión, juntamos algunos libros de cursos pasados y fuimos allá a que nos humillara por dos pesetas.
No es gratuito el retrato que, en Luces de Bohemia, se hace del librovejero. Valle lo muestra timando al pobre y ciego Max Estrella, cómplice del vil Don Lati. Cuando el poetastro encolerizado baja a la tienda a deshacer el trato el viejo arpía retira del mostrador los libros ante los ojos ciegos de Max comentando que, minutos antes, ha vendido el atadijo completo. Zaratustra lo apodan y es curioso pues siempre, en estas cuevas, hago el pequeño ritual de buscar el libro de Nietzsche y -magia- lo encuentro.
Las librerías de viejo me producen una mezcla de atracción y repulsa. Esa acumulación morbosa de lecturas no son enriquecidas sino ultrajadas por el tiempo y el desdén de sus anteriores dueños. Herederos incultos, irrespetuosos con un ancestro cura o un poco ilustrado, o rateros de tres al cuarto han llevado esos libros a los anaqueles de segunda mano. Creo que, en el fondo, pienso que un país culto, civilizado, debería prohibir semejante negocio.
En realidad son sitios horribles. Una vez fui a la Cuesta de Moyano y el espectáculo era insano. Directamente los libreros me parecían mendigos, viejos despeinados, pálidos, metidos en abrigos también usados, imposibles lectores.
Leí incluso que un escritor de ahora compraba cartas, manojos de cartas personales de gente del pasado, gente normal que ya estará muerta hace lustros, gente que hablaba de su amor, de su añoranza, de sus esperanzas... No puedo quitarme esa idea de la cabeza, ¿cómo leer eso sin echarse a llorar?
Supongo que los libreros de viejo son una figura semejante a los dueños de casas de empeño o a los prestamistas, y, como ellos, siempre han tenido fama de ser gente mala. ¿A quién se le puede ocurrir querer poner una librería de viejo?
Ayer, un tanto errático por la ciudad, se me ocurrió ir alguna de ellas. La primera la desdeñé desde el escaparate porque tiene libros que aún salen nuevos al mercado y, en ella, no se sabe por qué, son más caros.
En la segunda me zambullí. No estaba mal, muy barato, libros de los sesenta que se desmoronaban al abrirlos. Los clientes entraban con peticiones peregrinas, nada bibliófilas, y el librero a todos atendía con respeto, pero a nadie daba solución, cogía los teléfonos prometiendo avisar cuando encontrase lo solicitado y nunca reconocía no tener algo. Creo que pretende dar la sensación de que lo tiene todo y que si no te lo da es por no buscarlo.
El tercero y último que visité tiene un inflado nombre que invoca a un apóstol y se encamina, con descaro, al decorativismo. Quien lo regenta aspira a ser una de las personas más intratables del reino. Le di las buenas tardes y me interné en los libros. Todos son artesanías, cuero, oro, literatura de refilón. Al poco entraron dos clientes y como yo se adentraron en la tienda. Después vino un bohemio cincuentón con coleta, barba y voz de actor. El cascarrabias se desahogaba con él: “Es que estoy en un sinvivir. Entra la gente y se pone a buscar, a mirar los libros y no puede ser –decía como tomándonos por ladrones con el simple hecho de penetrar en su antro-. Esto llegó hasta aquí.” Los clientes, con mucha menos pinta de ladrones que ellos dos, oímos toda la conversación que, adrede, elevaban para ofender o amedrentar. El bohemio que parecía tener más mundo que el ogro librero le daba la razón en todo: “Sí, sí... tienes que poner un cordón azul de terciopelo ja, ja... En Madrid fulano no sé cuantos gritaba el precio medio del libro para espantar al personal... ja, ja... “ En eso encontré un ejemplar del Quijote de Avellaneda en versión casi de tebeo por 70 euros que, en su día, costó 1,5 pesetas. Luego el ogro se fue al desván y sacó unos paquetes que contenían diez tomos encuadernados en piel roja por el bohemio. Entonces le tocó a él: “A ver qué chapuza has hecho... Mira... Esto son pegotes de cola... y este golpe... todos golpeados... Esto es inadmisible, inadmisible totalmente... Y además no me puedo enfadar contigo porque la culpa la tengo yo por confiar en ti... Es que, es que esto lo haces a posta...” No se volvió a oír la voz de actor del bohemio. Agazapado en sí mismo aguantaba el chaparrón del Zaratustra como si fuera un niño malo que había encuadernado aquellos libros –apaño descarado de falsificación perpetrada por ambos- mal a sabiendas del chubasco. Apuré el tiempo para escuchar el desenlace pero no aguanté más y me fui. Creo que mi presencia espectral saliendo aceleradamente le disuadió de golpearlo. Seguramente el muy cínico se quedó con los libros maltratados y con pegotes de cola, pero, con el chaparrón, se los pagó a mitad de precio.
5 Comments:
Dónde están esas librerías de viejo?
Todo se vende todo se compra.no se lee un libro 2 ó 3 veces ,por qué no se va a vender otras tantas veces.
será porque hay pocos herederos lectores?
ultimamente tengo una triste obsesión ¿dónde irán a parar los libros de mi estantería cuando el mármol sea mi sueño?
Quién leerá las dedicatorias de mis libros?
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